lunes, 9 de agosto de 2004

Construcción del miedo

No piense. No experimente sensaciones. No pregunte. No responda. No discuta. No caiga en la tontería de la incertidumbre. No beba. No fume. No juegue. No haga el amor. No crea en su hijo. Tampoco en su hermano.

Artículo de Hernán López Echagüe, publicado en el Semanario Brecha:

No escuche. No opine. No vote pavadas. No pida, y, desde luego, menos aun exija. No atienda el teléfono. No llame. No desee. No mire. No interprete. No cometa el desliz imperdonable de apasionarse por una idea. No exprese solidaridad. No crea en su amigo. Tampoco en sus padres. No abrace. No distinga. No analice. No juzgue. No duerma tranquilo. No confíe. Si oye ruidos raros en su casa, salte de la cama, tome la escopeta y dispare en defensa propia. No abra la puerta. No extienda la mano. No ayude. No colabore. No bese. No cante. No sonría. Busque otra vereda cuando en la suya, a lo lejos, advierta un grupo de gente extraña, oscura. No goce ni padezca la vida.

Cierre la boca y obedezca, simplemente obedezca, y escuche la radio y lea los periódicos y, por sobre todas las cosas, no se aparte siquiera un instante de la pantalla del televisor. En momento alguno incurra en la irresponsabilidad de asomar la cabeza por la ventana de su casa. Y escriba de prisa su testamento.

¿O es que todavía no ha caído en la cuenta de que nuestro cristiano y occidental modo de vida está en peligro? Cualquier paso torcido puede conducirnos a una tragedia impensada. El mundo se ha convertido en un inabarcable terreno destinado a la caza, mayor y menor, y nosotros, personas comunes y ordinarias, sumergidos en una ingenuidad sin límite, somos la presa codiciada. Las rutas, calles y avenidas del mundo están repletas de cazadores furtivos. De todo tipo y humor. Patotas de jóvenes drogados y locos dispuestos a arrancarnos todo: ropa, dinero, inocencia. Zorros disfrazados de políticos que, al acecho, aguardan el momento apropiado para robarnos un voto a cambio de promesas de cambio. Árabes rabiosos que sin contemplación alguna nos decapitarán. Hordas de trabajadores desocupados y familias sin techo que no hacen otra cosa que aguardar nuestro sueño para invadir nuestra casa y llevárselo todo. Campesinos arropados de cordero que no tienen otro propósito que hacerse de nuestras tierras. Niños que, navaja en mano, aleccionados por sus padres, claro, nos esperan a la vuelta para abrirnos el vientre.

En otras palabras, gente sucia, malvada y pecaminosa que no piensa más que en cagarnos la vida. De modo tal que todo está bien así como está. Quietud, silencio, encierro, aislamiento, desdén. La existencia, condenada a balbucear entre cuatro paredes.

Alguien, alguna vez, llamó sometimiento a esta situación. Someterse. Acomodarse a una realidad fraguada que anula nuestros deseos e incluso ignora nuestras necesidades básicas, pero que por razones muy complejas, diríase que culturales y atávicas, aceptamos como orden natural, preestablecido e inviolable. Someter: subordinar la voluntad o el juicio propios a los de otra persona o grupo.

Inculcar y propagar el temor en una sociedad es acaso el modo más sutil y certero para mantener un estado de sometimiento que, en más de una ocasión, se asemeja a la esclavitud. Porque uno, de pronto, apenas piensa en escapar solo y a las corridas entre el maizal. Y no hay mejor bocado para el poder político y económico que la soledad, el individualismo, ponerse a responder solo y a las patadas. El temor, cuando está fundado en un recelo generalizado, crea solidaridades efímeras y echa por tierra la solidaridad franca y duradera. Todo es desconfianza. Bush apeló a la propagación del miedo entre los estadounidenses -tan proclives a caer en el pánico, dicho sea de paso- para entregarse alegremente a la matanza de miles de iraquíes con el único y excluyente propósito de robar petróleo. Pero, ¿cómo logró el poder político de Estados Unidos llevar a ojos y oídos de la población esa paralizadora sensación de terror? Los grandes medios de comunicación actuaron de puente.

Los grandes medios de comunicación siempre actúan de puente entre el poder y la sociedad, cuando no de voceros. Y la conducen según sus antojos. La razón es sencilla: son empresas, enormes en muchos casos, que responden a una serie de intereses ideológicos y comerciales que habitualmente poco tienen que ver con la búsqueda de una sociedad mejor. Existe una clara afinidad, en oportunidades familiar y generalmente ideológica, entre la clase social que dispone de los medios de producción material y la que dispone de los medios de producción intelectual. Una sociedad de hecho.

Dos jóvenes roban tres chorizos en una carnicería; a una señora le arrancan la cartera; violan a una joven. Los diarios titulan: "Escalada de violencia". Y en cada esquina comienzan a hablar de la escalada de violencia. "Así no se puede vivir." "Queremos orden." "Para eso pagamos nuestros impuestos." "Los meten presos por una puerta y los sacan por otra." Entonces, los grandes medios de comunicación resuelven auscultar el ánimo de la gente. Una encuesta de tono inductivo: "¿Tiene miedo?". Por supuesto que lo tengo, si he visto al carnicero putear y a la señora y a la madre de la joven llorar. Los medios difunden el resultado: "El 78 por ciento de la población tiene miedo".

Los desocupados marchan por las calles exigiendo pan y trabajo. Los diarios titulan: "El centro de la ciudad fue un caos", y en la nota editorial se preguntan: "¿Hasta cuándo?". La gente, entonces, absorbe y dice por todas partes: "Queremos orden". "La libertad de uno termina donde comienza la del otro." "Es inconcebible." Los medios hacen la encuesta: "¿Qué opina de las manifestaciones que entorpecen el tránsito?". El 75 por ciento las rechaza. A la mañana siguiente, los medios informan: "La gente está harta de esta situación, lo dicen las encuestas".

Así las cosas, el miedo que los propios medios de comunicación crearon y propagaron cobra un irrefutable aire de legitimidad. Porque "es la gente" la que está harta. Una realidad engañosa que cumple su cometido: sumergir a la sociedad en la quietud, en la ausencia de participación, en la desconfianza.

La noticia se ha convertido en mercancía, y el miedo es una etiqueta que vende. Fascinados por la forma, por el amarillismo, los grandes medios han hecho a un lado el fondo de la cuestión.

Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, escribió años atrás: "Basta con que un hecho sea lanzado desde la televisión -a partir de una noticia o imagen de agencia- y repetido por la prensa escrita y la radio, para que el mismo sea acreditado como verdadero sin mayores exigencias. Y como en la actualidad los medios funcionan entrelazados, de forma que se repiten e imitan entre ellos, es frecuente la confirmación por parte de un medio de la noticia que éste mismo lanzó a partir de la reproducción de la misma en otro medio, que simplemente la 'levantó' del primero (...). Los medios se autoestimulan de esta forma, se sobreexcitan unos a otros, multiplican la emulación y se dejan arrastrar en una especie de espiral vertiginosa, enervante, desde la sobre información hasta la náusea. De esta forma, podemos recordar, se construyeron las mentiras de las 'fosas de Timisoara', y todas las de la Guerra del Golfo. ¿Qué medios tiene el ciudadano para averiguar si se falsea la realidad? No puede comparar unos medios con otros y si todos dicen lo mismo no está en condiciones de llegar, por sí mismo, a descubrir lo que pasa".
Esta semana, en una vieja edición de la revista dominical del diario El País, de Madrid, leí un excelente artículo de Javier Cercas titulado "Fuera es feo". Refiere Cercas el curioso mandamiento que gobierna al matrimonio conformado por el director de cine Arturo Ripstein y la guionista Paz Alicia Garciadiego: en su hogar no admiten la presencia de la televisión, tampoco radio, y mucho menos espacio para diarios o revistas. Una manera práctica de protegerse de las toneladas de basura y calamidades que, en apenas minutos, es capaz de arrojar sobre nuestra cabeza un programa de tevé en apariencia inofensivo o un editorial del diario El País, de Montevideo, por ejemplo.

Me atrevo a discrepar con el matrimonio Ripstein-Garciadiego. Fuera es más lindo, y tampoco es necesario hacer gala de una inquebrantable valentía para salir, caminar, saludar, abrazar, mirar, escuchar, socializar, solidarizarse, beber, amar, decir, creer, compartir y, por sobre todas las cosas, cambiar: reunirse con el desfachatado objetivo de cambiar este lastimoso estado de las cosas donde priman el miedo y la indiferencia. Suficiente sería comprender la sensata máxima del subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional: "Un valiente es un cobarde que corre hacia adelante".

jueves, 22 de julio de 2004

El pecado

“El término ‘pecado’ es bien resbaloso y limitante.
Para los griegos, cuya cultura presumimos tener los occidentales, ignorantes de cuántas maravillosas comprensiones suyas nos fueron rastrera y arteramente censuradas, pecado era hamartia: fallo de la meta. No dar en el blanco.
El concepto religioso, aún vigente entre nosotros, de pecado como ‘delito moral’, ha deslucido su significado original: vivir al margen de lo esencial por una actitud errónea no consciente”.


- Tengo que ir hasta un lugar que queda al borde del mundo... ¿querés venir?
- Sí, claro —contestó la muchacha, superando el momentáneo temor por aquel machete tirado en el piso del vehículo, como al descuido—.
Para él, en cambio, era todo nuevo; nunca había viajado así ni sentido esa plenitud. Todo lo sorprendía, aún la austeridad de la pequeña mochila que ella acomodó a su costado.
- ¿Ves ese cerco de piedra? Lo hizo el abuelo de mi padre —dijo, orgulloso de quienes lo precedieron—.
- Es hermoso, igual que esta brisa, este silencio y esta soledad infinita...
Cuando hicieron un alto disfrutaron de los árboles, de la puesta de sol y de la música de Yeyo.
- Voy a dormir un poco... ¿no te importa?
- No, para nada —y tan pronto cayó, agotado, sobre el pasto, ella trajo su abrazo recién estrenado, pero él, con sabiduría, se contuvo—.
- En este momento podrías hacer lo que quieras... nada me importaría.
El segundo viaje fue más largo; charlaron de algunos detalles de aquel cerco de piedra, siempre hermoso.
- ¿En qué época lo habrán hecho?
- Era un tiempo salvaje... Te voy a contar algo que sólo sabemos mi padre y yo, por razones que ya comprenderás. Cuando mi bisabuelo estaba levantando este cerco, también hacían ladrillos, acá cerca, y nada los podía proteger de un gaucho matrero que, con un facón enorme, periódicamente se acercaba a robarles provisiones. Hasta que un día se paró frente a la boca del horno... y lo metieron de cabeza.
- ¡Qué historia tan terrible...!
- Y... un poco la época, un poco la ascendencia. Todos con antepasados romanos, seguro que habrás leído sobre ellos.
El tercer viaje trajo, como siempre, descubrimientos que sólo se encuentran marchando mucho. Aún hubo otros viajes, a otros lugares.
- Esto tiene que ser pecado, en algún lado debe estar escrito así —dijo ella sonriendo, agotada al fin—.
Hablaron y hablaron, sobre el pecado. Hablaron, hablaron y hasta dejaron de hablar, pero pudieron ponerse de acuerdo recién cuando ella se paró frente a la boca del horno.

El misterio

“El misterio es lo más grande que nos es dado sentir. Sin el sentido del misterio, somos como una vela apagada”.
(Albert Einstein)

“Uno salta; no sabe por qué ni para dónde, pero salta”.
(Joan Manuel Serrat, en una entrevista televisiva
durante una de sus visitas a Montevideo)

Quiso contárselo a sus hijos y no pudo, todavía. No porque no lo haya intentado, lo hizo, pero la ocasión no fue propicia.

Puso, como atenuante, que él mismo lo había sabido hace muy poco, apenas dos o tres vidas atrás... “Los hijos son chicos, es fácil confundirlos, entre tantas opiniones distintas... o eso creemos los adultos. Ellos lo saben, naturalmente, hasta que nuestra inseguridad los termina contaminando”. Lo que sí ha podido es vivirlo —de nuevo— cuando soñó y saltó.

Está cayendo todavía y lo agradece. Más aún, espera de corazón haber dado aunque sea una parte de lo que le han regalado; es mentira que cae, ya se golpeó. Fiero y con todo, a ciento cuarenta por hora y contra el suelo. Desde el cielo —aunque esto era una metáfora, después de todo, porque él no estaba en el cielo “y quién sabe si lo estaré”—. Lo que no era metáfora es que había caído desde muy alto, lo más alto que había podido llegar; nada, tal vez, para otros, pero lo máximo para él... su mejor golpe. Tuvo muchos —contra el suelo y otras cosas— pero este fue el mejor y el único que ha podido agradecer, derechamente y sin demoras. Era bueno asumir eso, para no desfigurarlo, era bueno agradecer, con la palabra y con el corazón, porque en eso entrevió el milagro; los milagros todos, cada uno, en cada instante, en cada inspiración, en cada momento en que estuviera vivo.

Todos y, sin embargo, uno.

El final

Para mí sigue siendo la mejor definición ésta:
“Melancolía es la capacidad de darse cuenta
de qué es lo mejor de lo que falta”.
¿Cómo les parece? Si un ser tiene esa facultad,
¿quién lo amarra en el aquí y el ahora?
Fue —con todo y en medio de la nostalgia que sentía por instantes—, uno de los tiempos que más disfrutó. Con certeza lo disfrutó; con voracidad, casi con fiereza, como si hubiera intuido...
De aquellos momentos, recuerda la risa más auténtica que hubo entre los dos; hubo muchas, pero la mejor fue tratando de armar un matambre indominable, el único que intentaron; y recuerda un solo juego en el mar, aquel donde ella le enseñó que se podía gritar sumergido. Es curioso —reflexionó— cómo el saber se trasmite, de una persona a otra, en las circunstancias más inimaginables y variadas —como les pasaba todo el tiempo, lo recuerda bien—.
Sobre todo, recuerda el perdón.
Después, fue el despertar esa mañana... de golpe, con la realidad —esa sombra de los sueños— demasiado presente, demasiado nítida. Se levantó, apresurado, para salir a caminar y entonces, recién entonces, caminando ya... la turbulencia plena, el tornado, el huracán, el rayo o alguno de los titanes de la mitología griega; algo, que llega y arrasa.
Nadie debiera hablar de eso sin haberlo sentido en el alma, aunque muchos creen poder hacerlo; cuando llega, nadie puede, sólo quien haya renunciado ya a la vida, por lo menos a ésta. Sin embargo o por eso mismo, podría ahora describir cómo el alma subía y bajaba, girando en un torbellino como una polilla fascinada por la luz. Gritó, se enojó, imploró y ciertamente maldijo, sin saber que el momento peor aún no había llegado.
Sucedió, al llegar la plena conciencia de su vida.
Con una media sonrisa en su rostro, todavía sin afeitar, pidió perdón.

Mi foto de presentación que, también, fue sacada casi sin querer. Posted by Hello

¡Qué foto...! Carli siempre asombra :) Posted by Hello

Hermosa foto que nos sacamos casi sin querer, sólo jugando, y es un símbolo. Posted by Hello